Hay cosas que no se pueden contar, es mejor admitirlo que intentarlo, y tener que admitir una derrota presagiada. Hay cosas que forman parte del territorio de lo inexpresable. Se sienten, o ocurren, y no se pueden expresar. Se pueden compartir, pero no definir. Cuando un aguijón se clava en un lugar concreto, arrasa una zona que desaparece, y al desaparecer, no se puede explicar. Anula por completo la palabra, y el silencio conquista el reino.
Y el silencio se puede tocar. Es indestructible, se puede comer, pero no destrozar. Y crece, crece hasta que se olvida. Se pueden dar mil vueltas, rodear el silencio, intentar atacarlo hasta acercarse, y acercarse mucho. Pero hay cosas que no se pueden expresar, que no se pueden contar. Hay tristezas que calan más allá, mucho más allá, no sé dónde, porque no puedo llegar a ellas. Quizá es en algún mar, puede que en un estanque. Pero sé que hay tristezas que cruzan todo lo narrable. Que hay estados que se cuelan en cada uno y no tienen razón, ni raíz. O quizá sí. Pero no se pueden contar.
Y a veces ni se saben. Hay tristezas desconocidas, que salen a la superficie cuando algo ocurre. Cuando no encienden el interruptor de la luz, o vuelcan el bolso cuando vas a salir de casa, o hacen agujeros en las medias. Y entonces, el silencio. El silencio implacable que no se puede romper, pero se puede tocar. El silencio que arruina los días, que los pinta de gris oscuro casi negro, que reduce a líneas las sonrisas y se mete en el metro contigo todos los días, y acompaña a todos los matices de gris que se entierran en el mismo vagón.
Y ya no hay alegría. O sí, pero no es auténtica. No es la alegría que no necesita vestidos de colores, ni rayos de sol, ni césped recién regado, ni un mar de fondo. Y no se puede salir, porque el silencio se traga y vive dentro de ti. Y de mí.
Y yo no quiero creerlo. Pero hay un silencio, aunque sea muy pequeño, dentro de cada uno.
Y el silencio se puede tocar. Es indestructible, se puede comer, pero no destrozar. Y crece, crece hasta que se olvida. Se pueden dar mil vueltas, rodear el silencio, intentar atacarlo hasta acercarse, y acercarse mucho. Pero hay cosas que no se pueden expresar, que no se pueden contar. Hay tristezas que calan más allá, mucho más allá, no sé dónde, porque no puedo llegar a ellas. Quizá es en algún mar, puede que en un estanque. Pero sé que hay tristezas que cruzan todo lo narrable. Que hay estados que se cuelan en cada uno y no tienen razón, ni raíz. O quizá sí. Pero no se pueden contar.
Y a veces ni se saben. Hay tristezas desconocidas, que salen a la superficie cuando algo ocurre. Cuando no encienden el interruptor de la luz, o vuelcan el bolso cuando vas a salir de casa, o hacen agujeros en las medias. Y entonces, el silencio. El silencio implacable que no se puede romper, pero se puede tocar. El silencio que arruina los días, que los pinta de gris oscuro casi negro, que reduce a líneas las sonrisas y se mete en el metro contigo todos los días, y acompaña a todos los matices de gris que se entierran en el mismo vagón.
Y ya no hay alegría. O sí, pero no es auténtica. No es la alegría que no necesita vestidos de colores, ni rayos de sol, ni césped recién regado, ni un mar de fondo. Y no se puede salir, porque el silencio se traga y vive dentro de ti. Y de mí.
Y yo no quiero creerlo. Pero hay un silencio, aunque sea muy pequeño, dentro de cada uno.
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