Entendíamos


Me pidió que le acompañara a llevar huevos al convento de las Clarisas, porque según su madre, las Clarisas hacían pasteles con esos huevos para que Dios no lloviera en las bodas, bautizos y comuniones. Y los invitados de los novios, comulgantes o bautizados, iban siempre a llevarlos, así cuando ellos se casaran, sus invitados los llevarían, y todos tendrían felices bodas, bautizos o comuniones sin lluvias que se cargaran aquellos horribles vestidos blancos, que por otra parte era difícil afear más con la lluvia, o eso pensaba yo.
-Acompáñame, y después nos vamos a mi casa que está cerca, y aprovechamos.
Aprovechamos, qué listo. Aquello era más que difícil, imposible. A mis amigas les gustaba, a mis amigos casi más, pero es que hasta les gustaba a mis padres, a mis profesores, a mis abuelos, a toda la humanidad le gustaba. Pero a mí no, a mí me dolía, a mí no me gustaba. Y no podía contárselo a nadie, menudo bicho raro, que no le gusta el sexo. Qué iba a hacer, hay gustos que mucha gente comparte y otra mucha gente no, pero el sexo, por Dios, a quién no le gusta el sexo, no podría hablar de lo horrible que es ni con los niños pequeños, y menos en semejante pueblo, perdido de la mano de Dios y del presidente de Castilla – La Mancha. Pues no, no me gustaba el sexo, y cada vez que Pablo me susurraba con sus fantásticas indirectas que quería acostarse conmigo, yo sólo pensaba dos cosas, un alarmante ¿otra vez? si sólo hace dos días que nos acostamos, y una sensación de tener los ovarios en la garganta, como alejándose de la parte de mi cuerpo que iba a ser atacada por su pene, ese horrible órgano más parecido a un arma que al placer.

Tenía pesadillas, los veía por todas partes, intentaba huir, intentaba afrontarlo, intentaba que me gustara, pero no podía, y la culpa no era de Pablo, porque antes de Pablo había sido Andrés, y Mateo, y Javier. Y nada, que no, que no sé qué pasaba pero a mí no me gustaba el sexo, qué horror. Y no tenía solución, porque cómo iba a decirle a Pablo, te quiero, y quiero estar contigo para siempre, pero no quiero que nos acostemos, es que no me gusta el sexo. Pablo era guapo, sensible, inteligente, pero yo no podía decirle que no me gustaba el sexo, no quería que me dejara, así que me aguantaba, me aguantaba porque sólo era de vez en cuando, una o dos veces al mes. Pero aquello empezó a cambiar, y empezó a ser tres veces al mes, cuatro, una a la semana, dos veces a la semana. No me daba tiempo a recuperarme de los dolores, iba a pasarme la vida andando por la calle como si montara a caballo. Y estaba dispuesta a aguantarme, porque Pablo me gustaba, hasta que dijo aquello de “acompáñame al convento de las Clarisas, que me ha pedido mi madre que vaya a comprar huevos, que se casa dentro de un mes mi prima Silvia”.

Ya está, ¿cómo no se me había ocurrido antes? Ésta es la mía, tenía la solución delante y no se me había ocurrido antes, la única manera de vivir en sociedad sin sexo, y que a todo el mundo le pareciera normal, que nadie me preguntara cómo se me ocurría no practicarlo con nadie, era ser monja. Yo me meto a monja, clarísimo, me meto a monja y ya veré si por allí dentro encuentro a Dios. Y así me acordé de Laura, que también se había metido a monja en las Clarisas una vez, pero sólo había aguantado dos años. Lo mejor es hablar con ella, la llamo, le digo que he visto a Dios en esas cajas de huevos, que quiero meterme a monja y que me cuente qué sintió ella, por qué entró, por qué salió, si fue feliz.
- Laura, verás, soy Manuela, que quería hablar contigo, que he pensado mucho en la religión, y en dedicar mi vida a algo, y como tú estuviste en las Clarisas, aunque fuera poco tiempo, y yo estoy hecha un lío, pues no sé, que a lo mejor hablar contigo me aclaraba un poco las cosas…
- Me alegro muchísimo de que me llames, pero muchísimo. Estoy viviendo sola y ahora no hago nada, pásate cuando quieras. Yo encantada de que vengas de verdad, encantada.

Y allí estaba yo, tan nerviosa como cuando Pablo susurraba sus indirectas para volver a acostarse conmigo, a punto de tocar el timbre de la casa de Laura, demasiado simpática para la relación que nos unía, sí ven, estaré encantada, había dicho. Tenía la casa llena de velas y había preparado café. Me pidió amablemente que me sentara, mientras mis nervios se iban deshaciendo y me sentía mucho mejor con aquel café caliente entre las manos. Dijo que ella no había visto a Dios, que las Clarisas y sus huevos habían sido una salida fácil a una relación tormentosa, que había querido mucho a Luis, pero no era lo que buscaba y estaba agobiada. Las Clarisas le habían enseñado muchas cosas, pero ella no había visto a Dios, incluso estaba enfadada con él, aunque yo no entendía por qué, y hasta afirmaba que él no existía, si existiera no permitiría lo que la sociedad le hacía a ella y a todas las que eran como ella.

No entendía nada, pero ya no estaba nerviosa, había dejado de escucharla para empezar a fijarme en sus ojos marrones, tan corrientes y tan diferentes, su nariz perfecta, sus labios arrepentidos y confundidos, su escote justo donde debía estar, su pelo tapándole parte de la cara, ocultando y dejando ver lo guapísima que era. En eso me fijaba cuando había dejado de escuchar, hasta que ella dijo lo que nunca pensé que escucharía:
- Me metí a monja porque no me gustaba el sexo.
Y entonces me eché a llorar. No estaba triste, estaba emocionada, no le gustaba el sexo, decía que le dolía. A alguien más le pasaba lo mismo que a mí. No disfrutaba, no sentía nada, pero lo hacía porque quería a Luis, porque no podía decir que no, porque a quién iba a contarle que aquello no le gustaba. Yo lloraba, emocionada, Laura me entendía, y quería decírselo pero no podía parar de llorar, intentaba decir que a mí también me pasaba lo mismo, que me sentía atrapada. Ahora sí estaba triste, aquel era un callejón sin salida, no teníamos solución, condenadas a ser frígidas para siempre.
Hasta que entendí por qué Lucía estaba enfadada con Dios sin que me lo dijera, por qué pensaba que no existía, por qué le dolía, y por tanto, por qué me dolía a mí, porque no nos gustaba el sexo. Y no tuve que decir nada, de mis labios no salió el entendimiento, ni la compasión de sentir lo mismo. No hizo falta. Laura se acercó demasiado, susurró en mis oídos como aquella tarde lo había hecho Pablo pero esta vez yo no estaba nerviosa. Entonces me besó y yo no paré de besarla nunca, desabrochó mi camisa y yo la suya, y no estaba nerviosa cuando le arranqué los pantalones, ni cuando estábamos desnudas y Laura me acariciaba como ningún hombre había sabido hacerlo. Sí que me gustaba el sexo, de hecho me encantaba. Una vez al mes, y tres veces por semana, y todos los días.

Eso le pedía yo mientras nos alejábamos de las Clarisas para siempre, sin llevarles huevos para hacer pasteles, para qué, Dios lloraría en nuestra boda de todas formas y nos mandaría tormentas, y qué importa, acuéstate conmigo todos los días.

Comentarios

TrickOrTreat ha dicho que…
Me encanta tu blog... no dejes de escribir nunca.
Anónimo ha dicho que…
Me alegro que te guste. No se si es lo que sienten todos los que son abandonados pero es lo que sentí yo...
Soy demasiado vergonzoso para decir quien soy...de todas formas no nos conocemos mucho. Además esto para mi es un desahogo... con decirte que ni me acuerdo de la contraseña y no puedo firmarte con mi nombre...
TrickOrTreat
TrickOrTreat ha dicho que…
Ok ok. Soy el artista anteriormente conocido como el abuelo, yayo o similares que ahora empieza a ser conocido como Mármol. Pregunta a Irene...
TrickOrTreat ha dicho que…
Gracias. No mucha gente conoce esta faceta... pero bueno tarde o temprano había que soltarse...
Ya va siendo hora de publicar entrada eh? Que se echa de menos leerte..