La Tierra bailando


No dudó nunca de que Mario la quisiera, Mario la quería todos los días, se olvidaba del tiempo y del espacio para quererla, en esa cama en la que el tiempo no pasaba, y la Tierra se olvidaba de girar sobre sí misma para girar sobre ellos, bailar sobre sus caderas. Mario la quería, de eso estaba segura. Porque se habían enamorado nada más verse, en aquel vagón del metro hacía ya dos años. Y los amores a primera vista son casi eternos.

Ella también le quería. Y Mario nunca dudó de que ella le quisiera, todos los días. Le quería incluso los domingos, cuando Mario empezó a ser insoportable, a sufrir las crisis de los domingos, los abismos de los lunes. Y al final siempre discutían los domingos, porque a él le entristecían, y a ella le ahogaba que Mario estuviera triste estando a su lado. No lo entendía, ella le quería todos los días.

Pero Mario estaba triste los domingos, odiaba su trabajo. Y de odiar el trabajo empezó a odiar también su vida, a odiar los lunes y los martes, y después también los miércoles, hasta los sábados, porque al final todos eran vísperas del lunes, y los que no, eran el día después del lunes. Así que Mario se olvidó de los días, y se olvidó de quererla, aunque siguiera queriéndola todos los días que ya no existían.

Y ella le perdonaba, es el estrés del trabajo, es que hoy es domingo, y hoy es lunes, y es que encima hoy es martes. Y Mario no lo aguantaba, llegar a casa y verla sentada en el sofá, esperando angustiada a mirarle a los ojos para saber si también era lunes, o era domingo, o qué más da, su cara iba cambiando hasta que comprendía que sí, que hoy era lunes, y mañana también iba a serlo, y que aquello no acabaría nunca sin acabar antes con uno de los dos. Mario aún odiaba más su trabajo, y odiaba los días, y odiaba su vida, pero aún se odiaba más a sí mismo, por su amargura, porque la quería y no sabía quererla. Porque hacía tiempo que la Tierra, egoísta, había vuelto a girar sobre sí misma y ya no sabía bailar sobre sus caderas.

Pero ella lo intentaba, porque le quería, iba a buscarle al trabajo, buscaba planes para los fines de semana, teatros, conciertos, viajes, museos, sexo. Algo que le hiciera olvidar que aquel infierno era imposible y era eterno, que no tenía solución porque su trabajo tenía un sueldo de puta madre y aún así no bastaba para quitarse los agobios de la hipoteca, del fin de mes. No se rendía, y hacía lo que podía, estuvo haciéndolo durante meses que se convirtieron en años, porque al final ella también se olvidó de los días y de la última vez que se sonrieron cuando la Tierra aún se acordaba de enseñarles nuevos bailes. Y cuanto más lo intentaba, Mario era más insoportable.

Le agobiaba, Mario quería respirar, pero ella le ahogaba, iba a buscarle al trabajo y le organizaba esos ridículos planes de fin de semana, le obligaba a salir, para nada, para luego volver a casa y más de nada. Y otra vez era domingo, y otra vez aquel trabajo que se estaba quedando con lo que más quería, su tiempo, su espacio, poder olvidarlo, se había quedado con su sonrisa, y ella le hacía sentirse culpable. Le esperaba en casa a veces y le miraba atento, por si pasa algo, qué va a pasar, otra vez lo mismo, que es lunes, o es miércoles, qué importa, esta vida es una mierda, Mario nunca llegará a ser lo que soñaba, ni a tener una casa en la playa con un jardín en el que acostarse con su mujer las noches de verano. Se pasaría la vida trabajando para intentar vivir, y cuando pudiera vivir ya no habría tiempo. Ya se habría cargado todo lo que tenía, todo lo que con su trabajo había intentado mejorar.

Porque Mario se estaba cargando todo lo que tenía, lo único que tenía. Porque ella ya no sonreía, ya no iba a buscarle al trabajo, ya no le miraba, ni siquiera asustada, cuando ella a veces le esperaba en casa. Había dejado de soñar con una casa en la playa y un jardín donde secuestrar a la Tierra para que no saliera de sus caderas. Son las consecuencias de luchar contra la pared, de pegarle patadas un muro de piedra que nunca va a derribarse, de rogarle a la Tierra que olvide su fuerza giratoria y vuelva a acordarse de ellos. Ella dejó de sonreír, aunque le quería, pero como Mario, ella ya no sabía quererle, no podía, Mario no le dejaba. Así que se hundió, aceptó las condiciones de una vida que no tenía fin, que era casi eterna como el amor a primera vista. Se resignó, se limitó a vivir, sin saber si era jueves o sábado, sin teatros, ni cines, ni viajes, ni más planes ridículos para intentar recuperar lo que ya se había perdido.

Se quedó sin voz, o eso pensó Mario, porque ella ya no hablaba, ya no le miraba al volver del trabajo, ya no iba a buscarle, ni intentaba animarle. Y Mario la quería, aunque se hubiera olvidado de los días. Pero sólo supo que se había olvidado de ellos cuando recordó que era viernes, que aún quedaba mucho para volver a empezar la semana, que lo mejor que debería hacer sería comprar margaritas, sí, margaritas, porque a ella le encantaban y era viernes.

Pero cuando llegó a casa ella no estaba. Había salido a tomar algunas copas con sus amigas, había empezado a hacerlo últimamente, porque Mario ya no sabía cuándo era fin de semana, y ella no sabía cuándo le apetecería salir de casa. Y cuando volvió no dijo nada, se había quedado sin voz, vio las flores y se acostó. Mario se moría de rabia, no había dicho nada de las flores, le había comprado flores porque había recordado que era viernes y ella no había abierto la boca.

El silencio se rompió. Le preguntó si no le gustaban las flores, pero ella no respondió. He dicho que si te gustan las flores, y ella no dijo nada, se había quedado sin voz. Contéstame, por favor, te he preguntado que si te gustan las flores. Y sí, le gustaban, pero esas flores ya no arreglaban nada. Ella había luchado demasiado por salvarlos a los dos durante meses que se convirtieron en años, y se había rendido, había aceptado las condiciones de una vida casi eterna como el amor a primera vista. Con unas flores no se arregla nada. No volverá a girar la Tierra sobre nosotros porque le demos margaritas. Pues si no se arregla nada, dame las flores y las tiro por el balcón. Pues cógelas tú.

Y las flores y el jarrón cayeron siete pisos hasta estallar en la calle. Y detrás de las flores cayó lo que quedaba, todo lo poco que quedaba, del tiempo y del espacio. Se cayeron los días, y ya no podían quererse si hicieron añicos los días. Mario tiró las flores y tiró lo que le quedaba por luchar, ella tiró sus últimas esperanzas y se marchó, lejos, muy lejos, porque los amores a primera vista pueden morir si no se ven. Mario se quedó con el trabajo y la hipoteca, pero lejos de ella, porque los amores a primera vista sólo son casi eternos, y estando lejos quizá la Tierra algún día se acuerde de volver a bailar.

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