Nuestra nariz


Mi padre y yo. O yo y mi padre, que por aquel entonces era lo mismo y la educación no nos importaba, ni siquiera el burro detrás, espantado. Él era el mejor padre del mundo, y por supuesto yo era la mejor hija del mundo. A mí me encantaba el poco pelo que le quedaba, y a él peinarme por las noches como se peinan las princesas de los cuentos. Teníamos la misma nariz, eso decían todos, la misma nariz. Y a los dos nos gustaban nuestras narices. Compraba el periódico los domingos, y mientras yo leía la sección de niños, él se sentaba a leer la de los mayores, me gustaban mucho los domingos, me gustaban los periódicos y a él le gustaba sentarse a mi lado. Los paseos por el parque, los días del espectador en el cine del barrio, comer fuera los sábados. Lo único que no soportaba es que me despertara con los discos de Serrat, nunca he odiado más a Lucía, pero en el fondo me encantaba, porque teníamos la misma nariz, y a él tampoco le gustaban los Back Street Boys. Teníamos la misma nariz, y al mirarnos cuando nos enfadábamos recordábamos que había muchas cosas que nos gustaban. Y el tiempo pasaba y yo crecía, y a él le gustaba verme crecer. Y el tiempo pasaba y su pelo se fue tiñendo de gris, y a mí me gustaba verle envejecer feliz, cómo cambiábamos y seguíamos teniendo la misma nariz. Me enseñaba cosas nuevas, y me gustaban tanto como a él, los Beatles, Londres, los sombreros, Miguel Delibes y la cerveza.

Y el tiempo volvió a pasar, a mí me gustaron más los Beatles y Londres, y a mi padre le gustó más la cerveza. Y después le gustó mucho más, y al final a la cerveza debía de gustarle mi padre porque estaba en todas partes y le perseguía allá donde fuera. Y ya no éramos mi padre y yo, eran mi padre y la cerveza, mi padre y el vino, mi padre y la ginebra. Compartían gustos, leían el periódico juntos los domingos, y no sólo eso, compartían comidas, cenas y hasta desayunos. Mi padre y la cerveza me robaron los paseos por el parque, los días del espectador en el cine del barrio y comer fuera los sábados.

A mi padre ya no le gustaban esas cosas, sólo le gustaba sentarse delante de la televisión y beber hasta quedarse dormido. Y empecé a odiar los domingos, los parques, los cines y los restaurantes. Y empecé a odiar mi casa, el sofá donde nos sentábamos los domingos, tener que despertarle para llevarle a la cama. Odié con todas mis fuerzas a los Beatles, a Miguel Delibes, Londres y los sombreros. Mi padre se había olvidado de mí, ya no nos gustaban las mismas cosas, ya no me quería.
Y yo acabé por no quererle, no, no le quería, odiaba su pelo gris, odiaba los cepillos con los que me peinaba cuando yo era una princesa, odiaba su vejez acelerada. Y le odiaba a él, le odiaba tanto que no podía comprender cómo algún día pudo ser el mejor padre del mundo. Rompí los discos de los Beatles contra la pared, quemé El Hereje y Las Cinco Horas con Mario, regalé los sombreros y nunca más volví a pisar Londres.

Lo peor de todo fue la nariz. Nos odiábamos, odiábamos todo lo que algún día nos había gustado a los dos, o al menos yo estaba segura de odiar todo lo que alguna vez había tocado mi padre. Pero quedaba la nariz. Por mucho que nos separáramos, esa nariz siempre nos mantendría unidos, siempre coincidiríamos en la nariz. De eso no podía escapar, o al menos creía que nunca escaparía.
El día en que vio los discos rotos, los libros quemados y el hueco que habían dejado los sombreros en los armarios me pegó un puñetazo tan fuerte, que olvidé los malos recuerdos, los buenos también, ni domingos, ni cines, ni periódicos, ni música; tan fuerte que se lo agradecí.

Ya no nos unía nada, no teníamos obligaciones, nada en lo que coincidir, nada que soportar, ninguna señal de lo que habíamos sido, ni de lo que nos odiábamos. Yo ya no recordaba nada, empezó a gustarme Serrat, me enamoré de Lucía. Porque ya no teníamos nada, ni siquiera la misma nariz.

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