El centro del universo


Casi me da un infarto cuando vi que ese año nos teníamos que sentar juntos en el pupitre. Perfecto. La tía más insoportable de toda la clase, la líder, la guapa, la creída, a mi lado todo el trimestre, codo con codo. Y encima seguro que se pensaba que a mí me gustaba, la muy imbécil, porque ligaba con todos. Pero ¿a mí cómo me iba a gustar Marta, si llevaba una mochila gris horrorosa?
Encima hablaba sin parar, conmigo aunque no le contestara, con los de atrás, con los de delante, con el profesor sin levantar la mano. Y me decía siempre que yo era muy tímido. Movía la cabeza para colocarse el pelo a la vez que ponía los labios como un pez y abría y cerraba los ojos como si fuera una modelo. Como si todo el planeta estuviera pendiente de sus movimientos.
La verdad es que muchos se fijaban en ella, y a ella le encantaba acaparar miradas y llamar la atención. Y cuando aparecía algo más interesante, fingía que se mareaba, apoyaba la muñeca en su frente y abría los ojos como una actriz de cine mudo, para desplomarse sobre el suelo y volver a ser el centro del universo. Así que todos se acercaban a ella, porque esta niña no come nada y está delgadísima, seguro que tiene algún problema, pobre, hay que ayudarla. Pero Marta se hacía la valiente, decía que ella salía sola de todo, que no necesitaba a nadie, nos miraba por encima del hombro y seguía siendo la líder de siempre. A mí me daban ganas de contarle a todo el mundo que era una mentirosa y que no se había desmayado en su vida, y de estamparla contra la pared para que tuviera un problema de verdad.
Porque Marta no tenía ningún problema, sólo era una niña mimada. Bueno, en el colegio no tenía amigas, porque lógicamente todas habían acabado hasta las narices de ella. Así que llegó un momento en que sólo hablaba con todos los chicos guapos del colegio entre miradas de femme fatale disfrazada de niña buena con trenzas, y conmigo. Pero a mí ni miradas ni nada, a mí venía a contarme lo mal que lo pasaba, que no tenía a nadie, que no le iban a poner matrícula de honor en matemáticas por primera vez en cinco años, que su padre era un cabrón, que sus amigas eran todas unas envidiosas, que la mitad del planeta deseaba que se muriera. Y yo siempre le decía que en mi caso, la mitad del planeta ni siquiera se enteraría. Entonces sonreía, decía que ella sí, que yo era su único amigo, y que se suicidaría el día que no me viera en clase, porque yo siempre llegaba cinco minutos antes de que el profesor empezara.
Estaba de Marta hasta las narices, me utilizaba, porque sabía que yo era el único que no la mandaba a la mierda, directamente. Hasta que un día Marta me reprochó que yo no hablaba, que nunca contestaba, que no la quería nada. Ni siquiera le sonreía por las mañanas. Pero yo tampoco dije nada, me quedé con cara de idiota y me fui a casa. A lo mejor Marta sí me quería, a lo mejor sólo me hablaba a mí porque quería hablarme sólo a mí, sonreírme. Y tampoco era tan fea su mochila, pobre niña, debía sentirse muy sola para fingir desmayos. Tan sola como me sentía yo cuando ella tardaba demasiado en llegar a clase y el profesor había empezado ya.
Se acabó, enamorado de Marta. Se acabó, al día siguiente se lo diría, que quiero que me sonreía y me hable sólo a mí, y que sí, que sí que la quiero. Se lo digo seguro. Y además voy a llegar tarde para que se piense que estoy enfadado, seguro que así luego le hace más ilusión.
Pero cuando abrí la puerta de clase sólo estaba su mochila gris, preciosa, encima de la silla. Le pregunté al profesor dónde estaba Marta, por lo visto se había mareado y había salido al baño. Sonreí, me senté, y entre todos los papeles que guardaba en el cajón de mi mesa encontré una nota, “Te dije que el día que faltaras me suicidaría. Porque lo único que ha impedido que no lo haga antes era verte cada mañana al abrir la puerta. Te quiere, Marta”.
Salí corriendo de clase, por los pasillos, hacia los baños, por las escaleras, gritando su nombre, Marta. Estaba muerto de miedo, Marta era capaz de todo, nadie más capaz de tirarse por una ventana que ella. No estaba en ninguna parte, y cuantas más vueltas daba al colegio, más seguro estaba de que me había engañado, que éste era otro de sus numeritos para que llamar la atención, esto no me podía estar pasando a mí. No debería hacerle caso, pensaba, ya aparecerá, da igual, porque de todas formas ella va a ser el centro de mi universo haga lo que haga, eso es lo que tengo que decirle.
Así que recordé la mochila, y decidí que lo mejor sería volver a clase. No le daría importancia a su numerito, ella nunca sabría que había corrido como un desesperado por el colegio pensando que iba a matarse, y podría decirle que la quería, y que se dejara ya de desmayos y tonterías. Tenía que ir a clase a por la mochila, de eso no podía huir, así que tendría que verla allí, es más, a lo mejor ella ya había vuelto y yo estaba como un imbécil dando vueltas por los pasillos.
Cuando abrí la puerta Marta no estaba, sólo su mochila, como antes. Pero todos los demás estaban muy serios, y al mirarme ahogaron gritos, dejaron escapar lágrimas. No entendía nada, nada hasta que miré al profesor de matemáticas y vi que lloraba, y decía que ella, más que nadie, se merecía una matrícula de honor. Bajaba las persionas para que nos enfrentáramos a ella.
Todo lo que se me ocurrió fue gritar, gritar como si fuera el centro del universo.
Y abrazarme muy fuerte a la mochila gris preciosa, como Marta.

Comentarios

Pilar ha dicho que…
Dios... qué triste... joder tiki, qué pena me da la historia... pero aun así, me alegro de haber entrado a leerla (como siempre). Creo que es una de las mejores que te he leido, y eso es decir mucho :)
Pilar ha dicho que…
joder, y eso??
Pilar ha dicho que…
uf... te admiro muchísimo, hay que ser muy valiente para ser capaz de escribirlo...
Alberto ha dicho que…
Enhorabuena por semejante obra de arte! Me alegro mucho de haber entrado a tu blog, a partir de ahora te seguiré leyendo, puesto que sabes encontrar belleza hasta en lo mas triste, Un saludo! Y sigue escribiendo por favor!