Palacete


Aquella monja tenía las manos llenas de alambres, los ojos pegados a la cara, como si no pertenecieran a ella y más que nariz, un gancho capaz de atacar a cualquier niño que se atreviera a cruzar las fronteras del recreo. Pero Amanda tenía que hacerlo, era la tradición, cuando los niños cumplían diez años, tenían que entrar en el palacete abandonado, subir las escaleras y tocar dos teclas del piano.
No tenía por qué pasar nada, Sara ya lo había hecho, y aunque estaba más pálida que antes, estaba viva. Cerraba los ojos muy fuerte y andaba deprisa cada vez que pensaba en el piano, lleno de telarañas, se retorcía al verse rozada con ellas. El crujir de las escaleras le empujaba a abrazar a su madre, en un silencio suplicante que se quedaba siempre en eso, silencio. Si se lo decía a mamá la regañaría y además a castigaría, no la dejaría subir y ningún niño volvería a hablarla nunca jamás de los jamases.

Subir al palacete, bah, menuda tontería, no necesito contárselo a nadie, no tengo miedo. Nada malo puede pasar, pero aprieta los puños y tiembla cuando ve los alambres y ojos pegados de Madre Benilde resplandecer en la oscuridad. ¡Mamá! Y vuelve a correr.

Hoy ha llegado el día. Sara y los demás niños la vigilan desde las canastas, las porterías y las columnas del patio. Debe aprovechar los gritos de todo el colegio ocioso para introducirse en el palacete. Abre la boca y los ojos hacia arriba, esa puerta mide por lo menos tres veces ella, pesa mucho y hace ya ese ruido que aprieta sus ojos. Pero cuando los abre ya está dentro. El aire huele a polvo acumulado, a cerrado y baila como si fueran mosquitos en el rayo de luz que ha entrado por la puerta abierta. Pero al cerrarse ya no queda nada más que Amanda y la oscuridad.
Pone las manos por delante y va moviéndolas como si fueran un escudo, los ojos entrecerrados. Camina despacio a punto de pegar un brinco y salir corriendo por esa puerta. Sería lo más fácil, salir y rendirse. Pero no, esos estúpidos niños estarían burlándose de ella por lo menos hasta la Universidad, no no, de cobardes nada, Amanda es una niña muy valiente. Abre los ojos de par en par, y con un paso algo más decidido se aproxima a lo que debe de ser la escalera.

La mano derecha se le llena de polvo al tantear la barandilla. Pero la agarra, fría, helada, congelada. Aprieta los labios, el ceño, contrae cada músculo de su pequeño cuerpo y levanta el primero de sus pies. Los escalones crujen debajo de ella, y cada uno es más terrorífico que el anterior. Sus zapatos rosa palo se están llenando de polvo, pero Amanda, firme, vuelve a pisar otro escalón más.
Se oye otro crujido, más fuerte que el de los piececitos de Amanda. Ahoga un pequeño grito y se gira, dispuesta a lanzarse por las escaleras. Pero no, no ha sido nada, seguro que se lo ha imaginado ella, es muy valiente. Respira hondo y vuelve a agarrar con fuerza la barandilla. Cada vez queda menos para llegar hasta el piano. Sólo hay que tocar un par de teclas y salir corriendo.

Se oyen dos sonidos, cuerda, piano. Uno más grave que el anterior. Sus músculos contraídos estallan y Amanda baja cinco escalones de un salto. No puede ser, se ha oído el piano. No puede ser, se lo ha imaginado, no puede haber nadie allí. Sara no vio a nadie, ni ninguno de sus amigos. Hay que ser valiente. Se agacha y decide subir a gatas, la barandilla está demasiado fría, y cerca del suelo se siente mejor, siempre puede llevarse las manos a la cabeza, cerrar los ojos con fuerza y desaparecer.

Sube a ciegas, las manos por delante, ya casi negras, seguidas por sus rodillas y sus zapatos rosa palo, así la escalera cruje menos. El silencio es taladrante, da ganas de gritar. Pero Amanda siente una respiración cada vez más cerca, humana. No pasa nada, te lo estás imaginando, eres valiente. Sigue subiendo, la mano derecha, rodilla izquierda. Hay una respiración al final de la escalera, no, no puede ser, la mano izquierda, rodilla derecha.

Su rostro contraído se choca con algo, una tela, y se descompone. Abre los ojos y ni siquiera a un centímetro de ella están los ojos de otro que Doña Benilde ha robado, seguro, a algún niño como ella. Amanda grita, se levanta, y sale corriendo, volando, a saltos, escaleras abajo. Grita, grita por todo el patio mientras Sara y los demás la miran y se ríen de ella.

No ha servido de nada, jura y perjura a los niños que subió hasta arriba, y que la Monja Alambre estaba allí, te lo juro por todos los sugus del planeta. Pero Amanda ha vuelto a ser la niña cobarde, más todavía. No la eligen en el equipo de fútbol, no le prestan sus muñecas, nadie quiere jugar con una cobarde y una mentirosa. Amanda suspira en los rincones del patio, dibujando niños de su tamaño con la mano en la pared.

Madre Benilde entró en clase uno de esos días, después del recreo. Amanda abrió los ojos como si fuera a regalarle unos de repuesto, enrojeció e intentó esconderse debajo del pupitre. Pero todos sus trucos no sirvieron de nada, cuando la Monja Alambre la nombró:
- El otro día descubrí a una niña de esta clase tocando el piano en el palacete. Tenéis totalmente prohibida la entrada a esa parte del colegio, está en ruinas y sabe Dios qué puede pasaros si andáis por allí. Terminantemente prohibido. Aún así, Amanda González, que no parece tener miedo ni un ápice de cobardía, estuvo el otro día tocando melodías de Mozart al piano. Como castigo, mañana y pasado te quedarás sin recreo.

Los niños se giraron para mirarla, con los ojos brillantes. No faltó quien la invitara a su fiesta de cumpleaños, a jugar en el equipo del colegio, quien aplaudiera, pidiera perdón y la consagrara su nueva líder. Amanda sonreía y no podía dejar de mirar a Benilde, que parecía haber hecho suyos sus ojos y convertido los alambres de sus manos en algodón.

Comentarios

MiguelÁngelMoreno ha dicho que…
Gracias a que te has comprado post-its me entero de la dirección de tu blog... Estaré atento a tus cuentos, pues veo que ya hay unos cuantos...

Un abrazo.
TrickOrTreat ha dicho que…
Ya tengo a la señora Carmen Paris en el Emule... a ver que tal... me la llevare a Tunez para que me acompañe en el viaje...
1 beso escritora
Alberto ha dicho que…
Ya tenía ganas de leerte algo nuevo, y la verdad que, como siempre, me ha encantado.

A mi tambien me encanta leerte, y me encanta que te guste leerme.