Negro y tiza


Si al menos pudiera contar los días. Si pudiera por lo menos decir, llevo aquí encerrada dos días y siete horas. Pero dibujar palos en la pared se ha vuelto algo casi tan inútil como arrastrar la garganta por las cuatro rendijas que dan a lo que debe ser un pasillo. "Sacadme de aquí", "Socorro", "Fuego". No sirve de nada.

De vez en cuando -por utilizar algún adverbio de tiempo que no suponga detenerme en mi miserable existencia ignorante de agujas- el mismo encapuchado de siempre entra y saluda con un gesto de su cabeza. Yo devuelvo el movimiento, segundos antes de parpadear en mi negro entorno y hacer desaparecer la barra de bar en la que nuestros culos han rozado asiento. Empiezo a susurrar, a hablar, a gemir, a gritar, a suplicar. No sirve de nada.

Se acerca con el esparadrapo en su mano izquierda, tira de él con la derecha, se agacha y me lo coloca en los labios. Ya no me abofetea, no hace falta, el rollo del celo es como la campana del fin del recreo. Se vuelve hacia la puerta y coge un bote de pintura negro, la brocha, hacia arriba y hacia abajo, cubre todas las paredes. Le miro con los ojos muy abiertos, estos movimientos se me siguen escapando. Pasa así algunos minutos. O quizá sean sólo segundos, o una hora, no lo sé, no hay reloj y el brillo me hipnotiza. Estoy en una habitación negra y sin ventanas, no sé cuánto tiempo llevo aquí, pero él está pintando y yo estoy aquí sentada en el centro, encima de la mesa, inmóvil. No sirve de nada.

Cuando cierra la tapa del bote de pintura siempre parpadeo, me arrastro por el suelo, susurro, hablo, gimo, grito, suplico. Él no me hace caso, saca de su bolsillo tres tizas blancas y las deja junto a la mesa, debajo de la lámpara perenne. ¿Y cómo aguanta tanto tiempo encendida la bombilla? A lo mejor llevo aquí sólo un par de días, o una tarde de domingo. Cuando cierra la puerta yo vuelvo a salir detrás de él, dejo las uñas que ya no tengo marcadas en la puerta y las manos se me quedan negras. No sirve de nada.

Un palo en la pared, y después otro, quizá justo al día siguiente o sólo unas horas más tarde del primero. Dibujo soles, nubes, lluvia, campo. A veces edificios a lo lejos. Hasta que el encapuchado entra y tapa con pintura negra mi pasado, hace retroceder a las agujas de ningún reloj y se marcha. Le oigo decir algo de que puede que no lo entienda nunca. Tres tizas blancas junto a la mesa, debajo de la lámpara perenne. Pero yo no me rindo, aunque no sirva de nada.

Los edificios tienen relojes sin agujas, las madres gritan, y hay un montón de niños perdidos por la pared. Pinta de negro. Las madres vuelven a dibujar sus gritos por las cuatro esquinas, aunque no sirva de nada. Edificios en llamas, soles, lluvia, niños jugando hasta que los encuentren. Vuelve a pintar de negro. Los niños parecen casi felices, sus madres se arrastran de edificio en edificio, una pared, dos, tres, las cuatro. Otras tres tizas. Y cada vez hay menos niños, algunos lloran. Negro y tiza. Son cada vez menos las madres que arrastran sus pies blancos por mis paredes negras, ya no gritan, sólo susurran. Tiza y negro.

¿Hasta cuándo? ¿Cuántos días? El encapuchado sonríe pero se lleva a los niños antes de que sus madres los encuentren y suspiren tranquilas. La desesperación me embadurna en las paredes recién pintadas. Les he oído hablar de nuevo en este rato, o estos días. Van a deshacerse de mí. Mañana por la noche, ¿cuándo es mañana por la noche? Ni siquiera unas agujas de reloj servirían para nada hoy.

Corro de una pared a la otra, intento estallar mi cabeza, la nariz, doblarme los brazos. El encapuchado ha entrado varias veces hoy. Pinta las paredes, negro, tres tizas. Tengo que conseguirlo como sea, aguanto la respiración. Afilo las tizas para cortarme las venas, en vertical. Pinta las paredes, negro, tres tizas. No serán ellos los que acaben conmigo. Vuelvo a malgastar otra tiza, el polvo se acumula en una de las cuatro esquinas. Tengo un plan.

Deshago dos tizas en la mesa, se pueden hacer unas cuarenta rayas. Ahora sí. La primera fue la más difícil, parte del polvo se cayó al suelo, y el resto se me quedó pegado por la cara. Con la segunda fue más fácil, no derramé ni una sola mota. A la décima empecé a sangrar por la nariz, cuando llevaba veinte casi no podía respirar, la habitación empezaba a dar vueltas, a ser cada vez más pequeña. Decidí levantarme y dar uso a la última tiza. Dibujo en la pared una madre que encuentra a su hijo. No puedo parar de toser. Pero el dibujo está en la pared, la madre abraza muy fuerte a su hijo, los dos sonríen. Me caigo al suelo, los ojos en blanco. Pero la madre por fin ha encontrado a su niño y se dirige hacia la puerta. Aunque no sirva de nada.

Al rato, o quizá mañana por la noche, el encapuchado entra en la habitación, susurra un “por fin” penetrante, y se acerca a mi cuerpo. Mira el dibujo y dispara una lágrima, aunque no sirva de nada.

Comentarios

samsa ha dicho que…
veo que has cambiado la cara al blog, gracias por tu comentario