Darling


Darling

A mis catorce Julio tenía los ojos de caramelo. A mí me encantaban los Twix. Vivía en la casa de enfrente, tenía dieciocho y una novia inglesa rubia y despampanante. A mí sólo me perseguía Manolo a la vuelta del colegio, con una magdalena en la boca y gafas del un dos tres. Yo subía las escaleras corriendo, me tiraba encima de la cama y le gritaba a la almohada, y la obligaba a secarme las lágrimas. Después respiraba hondo, le daba la vuelta y me dejaba abducir por el techo, por las manos de Julio, su voz, su sonrisa. Volvía a suspirar y me pasaba las horas muertas apoyada en la ventana, con un Twix en la mano y los prismáticos en la otra.

Cuando él se asomaba a mirar la calle y fumarse el cigarro de las once de la noche, yo dejaba los prismáticos y la chocolatina, cogía una barra de incienso y me hacía la interesante, sin mirarle ni una sola vez, sacando pecho –a veces con ayuda de un par de mandarinas- y chupando la barra como si fuera un cigarro de esos con boquilla. Luego bajaba la persiana y no volvía a subirla hasta la mañana siguiente, siempre a medias.

No debía de ser muy listo Julio, porque un día de septiembre se le olvidó bajar del todo la persiana y pude entrever cómo se quitaba la ropa, la dejaba encima de la silla y se metía de la cama. Ojalá me hubiera atrevido a mirarle por los prismáticos, pero la barra de incienso se deshizo y llenó el alféizar de ceniza, y tuve que ponerme a limpiarlo. Para cuando recuperé la contemplación, había apagado la luz. Para mi sorpresa, al día siguiente volvió a olvidarse de bajar del todo la persiana, y al siguiente, y al otro. Se quitaba la ropa, la dejaba en la silla, se metía en la cama y hacía unos movimientos muy extraños mirando hacia la ventana, antes de apagar la luz.

Yo pensé que la inglesa tarde o temprano, se volvería al paraíso rubio del que había salido, pero no, ahí estaba ella, el día de la presentación de curso sentada al lado de Julio. Lo peor fue que iba a ir a mi clase, la rubia despampanante casi no hablaba español, y encima la sentaron a mi lado. Se llamaba Nelly, sonreía siempre, y era siempre muy rubia y muy amable.

Me acompañó a casa, le presté algunos libros y me decidí a darle una oportunidad. También tenía que ser un poco horrible que nadie hable como tú. Le conté un montón de cosas, aunque ella mirara el reloj de vez en cuando. Me contó que Julio siempre le decía cosas bonitas, que se habían conocido en Canterbury, y que pasaban mucho tiempo juntos, durmiendo y eso. A mí eso me extrañó un poco, porque debía de ser un poco aburrido, pero después volvió a mirar la hora y me dijo que tenía que marcharse, que había quedado con él. La vi cruzar la calle, a la casa de enfrente. Yo me dediqué a imaginarle diciéndome cosas bonitas y dándome la mano, mientras el tiempo se me pasaba en la ventana.

Julio entró en la habitación como todas las noches, pero esta vez la persiana ni la tocó. Se quitó la ropa, la dejó encima de la mesa y se tumbó, pero no apagó la luz. Nelly entró también en la habitación. Iban a dormir. Qué aburridos. Me puse nerviosa y bajé corriendo la persiana, me comí un Twix y me fui a la cama, a gritarle a la almohada otra vez.

Al día siguiente Nelly llegó con una cara un poco triste para ser ella. Le pregunté qué había pasado. Yo entendí que Julio había dormido mal, que no se qué había pasado pero que no pudieron dormir juntos. Esa noche decidí esperar a ver qué pasaba. No sé por qué me pareció que Julio miraba mucho a mi ventana, con sus ojos de caramelo, sabía que no era verdad pero me puse nerviosa, apagué la luz y me metí otra vez en la cama. Parecía imbécil, me pasó un montón de días, cuando empezaban a dormir me parecía que Julio me miraba desde la cama, con Nelly sentada encima, me atracaba a Twix y me metía en la cama, nerviosa y avergonzada.

Nelly cada día estaba más triste. Yo ya no sabía qué hacer por ella. No podía confesar que los había visto nunca, si yo ni siquiera conocía a Julio. Le dije que podría hacer por ella cualquier otra cosa, y aunque me pareció un poco raro, accedí. Al fin y al cabo, sólo tenía que quedarme despierta hasta que Nelly me llamara al teléfono de casa.

Otra vez Julio se quitó la ropa, como todas las noches, y Nelly entró en su habitación un poco después. Se sentó encima de él, y yo empecé a ponerme otra vez nerviosa porque de verdad que Julio me estaba mirando, tenía sus ojos de caramelo clavados por debajo de mi cabeza. Y aguanté, cinco minutos más, no me explicaba muy bien cómo me iba a llamar Nelly. Dijo que alrededor de las once, y eran menos cuarto. Esperé. Y fui notando como algo se humedecía entre mis piernas, me asustaba un poco. Cogí un Twix, a ver si se me pasaba. Juro que Julio parecía que me miraba. Cada vez me humedecía más, Nelly no paraba de moverse, Julio no dejaba de mirar hacia donde yo estaba. Alargué la mano y empecé a hacer movimientos circulares entre mis piernas. Julio me miraba a mí, con sus ojos de caramelo. Dejé la chocolatina y entrecerré los ojos, sin dejar de mantener a Julio pendiente de mí. Me miraba. A mí.

A las once y cinco sonó el teléfono. No descolgué. Le quité un cigarro a mi padre y me apoyé en la ventana, mientras Julio también fumaba. Nelly salió del portal y se fue a casa, parecía feliz. Pero no la miramos.

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