El Reencuentro

- Tía, lo tuyo es muy fuerte.
- ¿Cómo?
- Ya sé que tú no eres de hablar con estas palabras. Yo tampoco, pero desde que no estás...
Desde que no está. A lo tanto ya ni siquiera recuerda cuál fue la última vez.
- Bueno, sí, te hice algunas visitas ¿no? Acuérdate del día que le escribiste al Pantheon de Roma, estaba contigo.
- Fugaz, puta.
Fugaz. Efímera. Temporal. Todo lo que implicara que ya no está con ella. Que hace mucho que no está. Ya no la sienten sus dedos, ni sus noches, ni aquellos ataques repentinos.
- ¿Es porque no estoy enamorada?
Se ríe. Vaya una carcajada profunda.
- ¿Tú? Perdona, pero, ¿de verdad crees que existe la posibilidad de que tú no estés enamorada?
Y ella se muerde los labios, y calla, que ni Curro el Palmo. Y como quien calla otorga, se absorbe en el vaso de agua. En cualquier vaso de agua que tuvo cerca cuando ella estaba, le daba empujones y le quitaba horas de sueño.
- Quizá es todo más latente, como subrepticio.
- Me estás forzando.
La está forzando. Parece mentira que hayan estado juntas desde que ella tenía catorce. Como si no la reconociera.
- Es que has cambiado tanto.
- Es que tú no te das cuenta de nada, la que ha cambiado eres tú nena, la que ha transformado todo lo que le hacía soñar, la que ha cogido su vida entera y la ha hecho latente y subrepticia, eres tú, no yo. Yo me he limitado a abandonarte, y recuperarte cuando volvías en ti.
Recuperarte. En cualquier parte como Ferreiro. O en ninguna, en realidad.
- Pero es que yo ya no soy lo que era. Soy mucho más feliz ahora.
- Sí, y mucho más seria, y más consciente. Bueno, mi abandono es el precio que tienes que pagar por haber dejado de ser una kamikaze.
Kamikaze. Tan fácil como estrellarse contra todo.
- No. Ahí no entres. Me hice mucho daño, mucho más del placer que experimenté.
- En realidad, confieso. Echo de menos tus lágrimas, cuando te quedabas en el rincón aquél y suspirabas, y escribías, y escribías, y escribías.
Y escribía. Escribía mucho y muy bonito. Y era todo lo mismo, sobre lo mismo. Una espiral podrida, rezumando a todos los juramentos incumplidos. Hasta el real. Hasta el sofá donde hablan ahora, que sigue siendo el mismo sofá pero nadie lo adivinaría.
- Pues lo siento. Siento no llorar. También me quedaba en el balcón como una imbécil esperando al príncipe. Si es eso lo que echas de menos, arrivederci preciosa, no pierdo ni un sólo minuto en el romanticismo machista del dieciocho. No voy a representar una vez más el doloroso, interesante, nostálgico y dulce rol de los enamorados condenados, y de todo lo trascendental que no existe. No voy a inventarme más.
- Vengo para quedarme, para recorrerte y hacerte temblar como antes, mucho más que antes, para que nos hagas temblar a todos, a mí también, como cuando escribiste La Nariz, y siendo tú. Tú.
Siendo ella, siendo, yo.
Inspiración se levantó del sofá y se tumbó en mi cama.
Me dejó un espacio amplio lejos del rincón de lágrimas.
Porque yo no he acabado todavía.
De hecho, esto ni siquiera acaba de empezar.

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