La lista

 No tenía por qué protegerlo. Era uno más de la interminable lista. Pero ahí está, con más sangre que cuerpo. Se empapa, hace tiempo que no veía tanta sangre. Tiene la boca abierta, como si el alma se le acabara de escapar, huir, flotar, sobre la ciudad tan sucia que ya no recuerda su nombre. Saca del bolsillo un paquete de tabaco, y enciendo un cigarrillo. Aún le quedan restos de gomina en el pelo, la frontera entre la muerte y la vida es menos de un segundo, como si el tiempo pudiera volver a atrás y fuera a levantarse.

Catorce años. El muerto tiene sólo catorce años. Los cuerpos se excitan, se estremecen. Ha visto a algunos policías vomitar, aunque sea joven, no huele bien. No hace ni un sólo gesto, como si fuera ella la que está muerta. De pie sobre sus zapatos de punta, observa la escena como se observan las fotografías de muertos desconocidos. Para ser jefa, hay que ser fría, tener los nervios de acero. Hay algunos hombres llorando, uno en especial, debe de ser su padre, medio calvo, canoso, gordo. Pero entre tanta alma podrida que mira, no se le distingue. Puede quedarse mirándolo hasta que se lo lleven. Las cintas de la policía separan al muerto de los vivos. O al muerto de los muertos. Las luces de la tienda aún están encendidas, como si fuera un escaparate de Navidad con un Cristo crucificado en el centro. Los viandantes se paran, ahogan grititos, se llevan las manos a los ojos, los padres tapan las miradas de sus hijos. Nadie sabe que ella está allí.

Intenta recordar, estaba en la lista. De los que debiera haber protegido pero no lo hizo. En qué cama. Cuándo. Qué tiempo hacía ese día, cómo lo conoció. Pero han sido tantos que no se acuerda. No era importante, nunca habían llegado lejos, no habrían estado juntos más de una semana, a ésos es imposible protegerlos, son demasiados. Pero se ha jurado varias veces que no tocarían a ninguno de los suyos, de su lista. Qué juego tan sucio. Apaga el cigarrillo con la punta de sus botas. Se va escurriendo entre los espectadores horrorizados, que van circulando como en las capillas ardientes de los Papas en televisión; y como un mecanismo, un muerto a balazos, un pueblo que sufre, después se acojona, después se indigna y después respira, aliviado por estar al otro lado de la barrera. Camina despacio, resuenan los tacones en el silencio nocturno. Era de su lista, sino lo hubiera sabido. Camina. Las escoltas no abren la boca, siguen su paso y lo preceden. Se mete en el coche y mira a la chofer. Asiente con la cabeza, es la roden para arrancar. Recorre con el índice sus labios. Esto sin duda es una ofensa, y las ofensas sólo se contestan de una manera. El chico era joven, muy joven. Le duele el honor, quién de todas ha sido. Aunque por los balazos, marcas de la casa, y por el número de la lista, no alberga muchas dudas.
Baja del coche al llegar, en casa nadie se atreve a preguntarle. Se sienta en la mesa de la esquina. Queda mucha noche por delante. Se va a borrar los labios de tanto intento, se mira la punta de las botas. Ha pasado ya una hora, hay que decidir. No lo ha protegido, qué falta de seriedad, a un niño de catorce. Se sujeta la barbilla, no lo recuerda. Las escoltas no hacen ruido. Pero sabe que están al otro lado del tabique, esperando sus órdenes. Sólo una persona puede haber ordenado algo así, lo sabe. El índice recorre su cuello, sube hasta su nariz. Está anocheciendo y la lámpara de la mesa empieza a cobrar protagonismo. Ya ha pasado hora y media, tiene que decidir. Rápido. Pero ella no altera ni uno sólo de sus movimientos. Para ser jefa, hay que saber tomar decisiones difíciles. Ahora mismo podría presentarse en el otro lado de su frontera y hablar, acordar zonas y firmar un armisticio. Porque a los siguientes de la lista los irá conociendo. Dibuja círculos en su mejilla con el dedo corazón. Espiral, como todo el pensamiento.

Son decisiones difíciles. Y el reloj del salón da las diez. Dos horas. Los plazos se cumplen, las jefas tienen que saber responder. Abre el cajón y saca una lista. Sus dedos ya no recorren ninguna parte de su cuerpo. Chasquea los dedos. La jefa de las escoltas no tarde ni diez segundos en entrar al salón. Está nerviosa, cuando sabe lo que toca. Se acerca a su jefa, que no levanta los ojos de la lista. Para jugar a ser Dios hay que estar tranquila. Se pone detrás de ella y espera. Se humedece los labios, siente ya la sed de sangre, la venganza. Levemente convulsiona, como las hienas. La jefa señala un punto de la lista y levanta sus ojos hacia la jefa de las escoltas. Un muerto más en sus retinas, uno menos en la lista. La escolta sonríe con medio labio y se marcha. Silba a las otras chicas y desaparecen rápido, como si el siguiente en la lista tuviera alguna escapatoria. La jefa tacha el nombre de la lista, y vuelve a guardarla sin que se arrugue en el cajón. Saca del bolsillo el paquete de tabaco, y enciende un cigarrillo, que apagará con la punta de las mismas botas.

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