Cables

Vuelve a comprobar los cables. Le tiemblan sudorosas, las azules manos. Están en su sitio, como las anteriores setenta y dos veces. Quedan ya sólo, catorce minutos para la explosión. El estallido que tiene que hacer volar por los aires algo mucho más allá de lo físico. Mira por la ventana, cada unos de los pasos, de los planes, sigue su curso, como una perfecta obra de la naturaleza. La misión es fácil. Llegar en silencio al piso franco y en silencio, sacar el artefacto de la bolsa de deporte. En silencio, conectar los cables. Comprobarlos, en silencio. Repasa mentalmente el plan con las manos acariciando el paquete de Popular. Y cuando aparezca el coche oficial, esperar a que abra la puerta, en silencio. Y apretar el botón. Con sus sudorosas manos, y los ojos desorbitados, y sobre todo, en silencio, apretar el botón.

Sólo es un botón. Agarra la caja de Popular y saca uno de los cigarrillos, busca en los bolsillos del vaquero el encendedor. Allí no está. Camina hasta la silla donde ha dejado la chaqueta y el bolso, pero antes vuelve a mirar los cables. Sí, están bien conectados, como las anteriores setenta y tres veces. Se lanza sobre el bolso como si fuera un perro antidroga. Y después de escarbar encuentra el encendedor. Se lleva, temblorosa y en silencio, el cigarro a los labios. Duda, un botón, una llama, un cigarrillo, una explosión. La paranoia roza límites psiquiátricos y se acerca a la puerta. De espaldas al artefacto aprieta el otro botón. Absorbe la primera dosis de nicotina, la última primera dosis antes de la explosión que tiene que cambiarlo todo. Quedan sólo nueve minutos.

Y todo cambiará. Se escucharán al principio las sirenas de la policía, después las ambulancias y los bomberos. Al principio será un sonido lejano, y después estarán tan cerca como la explosión. La gente de la calle se tapará las orejas, algunos sólo con un dedo, intentando taponarse. Los niños se llevarán cada mano, algunos llorarán, correrán a la vez hacia sus casas, hacia sus padres. Se asustarán primero, y después recordarán su nombre. Sí, su nombre resonará por toda la Historia, para los malos será una asesina. Absorbe el cigarrillo Popular. Pero para los buenos, para los buenos será la salvadora, la libertadora, la Mesías. Y para eso quedan cuatro minutos. Los últimos cuatro minutos de una vida esclava.

Apaga el cigarrillo, lo aplasta contra el suelo con sus botas, como hará con su miseria, la de su pueblo, dentro de tres minutos. Comprobará los cables, una vez por cada minuto que queda, y sí, estarán en su sitio como las anteriores setenta y siete veces, en silencio. Respira profundamente, no puede fallar. El futuro tiene que estallar para ser verdad, para ser futuro. La violencia es necesaria. Como las víctimas, los mártires, los héroes. Las heroínas. La Historia la escriben las minorías. Y ella, en minoría absoluta, ya está escribiéndola. Hay muchos más detrás, pero ella es el eslabón final.

El coche oficial aparece por la esquina acordada. Las banderas del país ondean en los vértices del coche. Expira con fuerza, ha llegado el momento crucial. Se para frente al palacio, abren la puerta los guardaespaldas, miran a todas partes, y abren la puerta de atrás. Cierra los ojos, más fuerte todavía, y el dedo que lleva un minuto posado, aprieta el botón. Sólo un botón.

Sólo una persona.

De lejos, empiezan a sonar las sirenas de la policía. Se abalanza hacia la puerta, con la bolsa de deporte vacía. Baja las escaleras. En la calle, los niños corren hacia sus casas, tapándose con las manos las orejas. Corren hacia sus casas, hacia sus padres. Se asustan, mañana recordarán su nombre. Su foto estará en la portada de todos los periódicos.

Ya ha escrito la Historia.

Sonríe.

Ya ha muerto el dictador.

Comentarios