Lilly

Todavía recuerda el día en que conoció a Lilly. Era una mañana especialmente fría de febrero, como casi todos sus cumpleaños. Y allí estaba, con aquellos botones por ojos, cosida la separación de sus dedos y el pelo lleno de trenzas. Todavía dentro de su caja de plástico, con aquel olor a nuevo que deberían preocuparse por fabricar las empresas de ambientadores. Y cómo se acercó corriendo hasta ella y la liberó de los miles de embalajes que la atrapaban, después de minutos mirándola, intentando averiguar cuál era su nombre. Lilly.

Lo recuerda ahora, y la nostalgia le surca el rostro en forma de lágrima. Si la hubiera querido siempre como el primer día, quizá ahora sabría encontrarla. Le ha hablado tanto a Daniel de ella, que no puede imaginarse que ya no exista.

- No lo sé, hijo mío, hace tantos años que creciste, que no sé si la tiramos, o la dimos a la parroquia, o vete tú a saber. Ahora, si llego a saber este disgusto... a Daniel seguro que le puedes comprar cualquier otra, ahora son mucho más modernas.

Mucho más modernas. Como todo. Pero en la mente de todos siempre hay algo que se clava, que rezuma, óxido, melancolía, suero. Y a él se le clava Lilly. Y los ojos de Daniel cuando le diga que no habrá ojos de botón para él. Ha conseguido, con sus pocos segundos de vida acumulados, que aprenda a valorar todo lo que uno alguna vez quiso. Y cómo llorará Daniel. Cómo llora.

- ¿Lilly ya no está? ¿Se ha ido?

No está. Aunque todavía se refugia en alguna parcela de incredulidad, como cuando esperamos que suene el teléfono, o que el médico con cara de ponerse a llorar diga que el del quirófano aún vive. Y se pone a buscarla, como los que ponen carteles por algún desaparecido. Visita cada vez más la enorme casa de sus padres, y pasa horas en cada habitación, removiéndolo todo, cada mueble, cada minuto que pasó con Lilly.

Todavía lo recuerda todo. Al principio le intimidaba, con la mirada clavada en todo lo que hacía. Empezó a participar tímida en sus juegos. Destacaba entre todos los demás, y se convirtió en la compañera, la más divertida, la única. Después vinieron otros. Pero el nombre de Lilly seguía sonando como un cristal saltando entre las dos teclas más agudas del piano. La primera, la auténtica, la de siempre. Lilly.

Daniel cada vez entiende menos.Pasa las horas en su habitación jugando con Sally, la muñeca que sus padres le regalaron hace unos meses. Le gustaría poder presentarle a Lilly, para que no se aburra cuando él está en el colegio, pero su padre no la encuentra. Debe ser maravillosa, aunque a él cada vez le guste más su muñeca nueva, pero si su padre lo dice, será por algo.

No la encuentra. Recuerda como se fue haciendo mayor, cómo escondía a Lilly debajo de los cojines cuando venía alguna chica a casa. Como poco a poco, fue ocupando el lugar que hay entre la cama y la pared, y su lugar lo ocupaban los discos de vinilo, los libros de la universidad, los pósters de Sex Pistols. Y Lilly desapareció, no volvió a acordarse de ella hasta hace poco, cuando le regalaron a Daniel la otra muñeca, Shelly, o Sally, o cómo carajo se llame.

Entra en la habitación. Daniel está jugando con ella, se sienta en el suelo, apoyada la espalda en la pared, observando a su hijo desde lejos. Juegan igual. Coge a su muñeca por la cintura, habla con el resto de trastos de la habitación, y cuando ya se ha cansado de jugar la deja encima de la cama, como hacía él. Cuando le diga que su amiga viene a verle, la esconderá debajo de los cojines, como él.

- Lilly se ha ido, ¿verdad?
- Sí, Daniel, lo siento.
- No pasa nada papá, Lilly estará jugando con otro. Seguro que es muy feliz, a mí no me hace falta, yo ya tengo a Sally. Sería muy injusto que yo tuviera dos muñecas y otro niño ninguna, ¿no?

Se ríe, casi desencajado.
Le enseñará las fotos que tiene de Lilly, para no olvidarla ya nunca.
Y que el niño tenga sólo 9 años.







 Como a pesar de que fue creciendo Lilly siguió ocupando el trono de su cama, de su tiempo libre, de sus regresos.
Y se negó a admitirlo. Que los botones de Lilly se han ido descosiendo, como la separación de sus dedos, y las trenzas de su pelo. Que Lilly ya no es, ni huele a nuevo, ni tampoco él. Por eso poco a poco empezó a perderla de vista, se quedaba entre la cama y la pared y se le olvidaba liberarla del fondo de sábanas que ya no se parecen a los embalajes de la primera vez.

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