Ensolada

Siempre tuvo la teoría de que la única forma de combatir el sueño era enamorarse. Porque sí, se lo decían las venas, el corazón, las manos, la cabeza. Porque enamorarse es, a todas luces, la única fuerza capaz de vencerlo todo. Y cuando dice todo, es todo, absolutamente todo.

Fueron distintas las estrategias que emprendió para no cansarse, dormir más, caminar menos, pensar menos, hablar menos. Y en vez de recuperarse estaba más apagada, las horas se consumían entre las cuatro paredes de una habitación que ya no era de colores. Y sólo dormía, y casi no caminaba, ni pensaba, ni hablaba. Llegó a encontrar la comodidad entre todos los trastos viejos, donde era uno más.

Pero dentro de toda esa calma, hubo siempre una llama, una voz. Ella misma, repitiéndose calmada que ése no podía ser el camino, que se estaba equivocando, que no era malo equivocarse,  que en algún momento algo llamaría a su puerta, y la liberaría de todas esas cenizas que acumulaban los días, las horas de sueño, los pensamientos vacíos, los pasos no andados.

Y, manteniendo esa paz desquiciante, llegó a indignarse. A pasear lentamente por las calles y observar. Y tragar. Y madurar, todo ese silencio, todas esas prisas, todas esas miradas que parecen no ver nada. Todas las palabras que no hablan de nada, que miran escaparates que no llegarían a fin de mes. Los comercios cerrar, y abrir, y volver a cerrar. Las corbatas ondear, y las faldas largas. Todo el matiz de grises, cada vez más negro. Y se indignó.

Con las fuerzas que le quedaban, decidió dejar de esperar, y salió a buscarlo. Salió a la calle, y empezó a gritar. Y sin saber demasiado bien por qué, miles de voces se unieron a la suya. Porque ella no soy yo, ni son ustedes. Ella somos todos. Y todos gritamos. Que no. Y que sí. Pero que así no. Que no era el camino, como si todos se hubieran dado cuenta a la vez de lo equivocado de sus estrategias para no cansarse, para no rendirse. Y cansada volvió a casa, a sus paredes, a sus cenizas. Y pintó la habitación de colores.

Volvió a salir al día siguiente, y al otro, y siguió gritando, dejándose la voz, los pensamientos, los pasos, la cama. La calma, toda la calma. Fuera ya de una jodida vez la calma. No se quedó afónica, ni dejo de caminar, ni le faltaron horas de sueños. Ella siguió, y se enamoró, porque ella no soy yo, ni tampoco ustedes. Somos todos. Dejó las cenizas, la cama, las paredes. El corazón.

Y cuando hubo dejado todo, no paró. No paramos. Porque ella no soy yo, ni son ustedes. Ella somos todos, y corazones nos sobran. Y ya no estaba cansada. Y no volvió a cansarse, porque lo que había dentro de ella, era amor. El amor de verdad que estuvo esperando toda su vida. El amor que al final salió a buscar, el que se respira por las calles que ya no se olvidan. Las calles que se miran a los ojos y se encuentran, los pasos de más que llegan más lejos, más allá del Sol. Las voces que no callan los golpes, ni las cadenas. Los sueños que no se cumplen cuando duerme. Se lo decían las venas, el corazón, las manos, la cabeza. Se lo habían dicho siempre y allí estaba, en la plaza que había cruzado miles de veces. Allí, justo allí, donde había pensado proclamar sola tantas cosas, tantas veces. Y no estaba sola, estábamos todos. Porque ella ni soy yo, ni son ustedes.

Y se enamoró porque enamorarse es, a todas luces, la única fuerza capaz de vencerlo todo. Y cuando dice todo, es todo, absolutamente todo. Y porque ella no soy yo, ni son ustedes. Somos todos.

Comentarios