Lo cierto es que me he parado muchas veces a mirarla, y nunca la he mirado de verdad. Incluso he hablado con ella, si mal no recuerdo. De que me haya dolido el cuello al hacerlo, me acuerdo seguro. Y sé que me parecía preciosa, que me lo parece. Y conozco muchos de sus datos, y tengo muchas fotos de ella. Incluso, sé más de ella que de otras torres que están por delante en la lista, en mi lista de edificios. En la lista de cosas inertes a las que he decidido amar. La lista de lugares con los que me gusta hablar. Y de hecho, ella ni siquiera está en la lista. Y ahora que lo pienso, no sé por qué. Cumple todos los requisitos para ser un monumento en el que parar el reloj, y no perder el tiempo. Quedarme mirándola, y que todo lo demás no exista. Como si fuera yo, pero más alta, y más delgada, y mucho más grande. Como encontrarme en un yo estático que ya lo sabe todo y que me susurra sólo algunos de los pasos que daré después, cuando decida que el reloj vuelve a funcionar. Que ha estado ahí toda la vida, que sigue siendo una niña de pelo corto y castaño, que me quiere como me quiero yo, porque somos la misma. Y además, es mujer. Y me mira desde arriba y deja que me perdone, me acaricia la cabeza y vemos juntas todo el plano de la vida. Me deja verme desde fuera, y me devuelve todo el reloj en calma, en pasos firmes que confirman que sí, que seré lo que decíamos. Lo que siempre creímos aunque no supiéramos ni cómo ni por qué camino.
Pero no está en la lista. Y quizá no está porque no me he presentado de repente en sus narices después de tropezarme, perder el equilibrio, y tener tiempo de querer parar el reloj para que me ilumine. Triste, abandonada y con nostalgias suficientes para acumular entre sus hierros. Pero qué ganas me han entrado de verte. Cuántas ganas tristes, perdidas, pequeñas e inocentes. Sin saber lo que dirás, cuando estés como los otros dos, en la lista de edificios con los que siento la necesidad de hablar, para encontrarme.
Pero no está en la lista. Y quizá no está porque no me he presentado de repente en sus narices después de tropezarme, perder el equilibrio, y tener tiempo de querer parar el reloj para que me ilumine. Triste, abandonada y con nostalgias suficientes para acumular entre sus hierros. Pero qué ganas me han entrado de verte. Cuántas ganas tristes, perdidas, pequeñas e inocentes. Sin saber lo que dirás, cuando estés como los otros dos, en la lista de edificios con los que siento la necesidad de hablar, para encontrarme.
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