Podría como siempre, refugiarme en la escritura. Quejarme a
modo de escritora maldita de que nadie me quiso y rechacé a quien lo intentó.
Podría hacer dudoso alarde de la sangre malgastada en perseguirte, incluso,
perseguíos, y dejar que el viento me acaricie con la suavidad que yo no tuve
cuando me quisiste tú, incluso, vosotros. Podría, y de hecho más que puedo,
hago, seguir creyendo que todo lo que escribo tiene un mecanismo que le permite
existir y penetrar en alguien para provocar algo que recuerde casi tanto como
un orgasmo, de los de andar por casa. Como si yo fuera a hacer mella en alguien
que un día me dijo, llegarás lejos, porque me sorprendió en la lucidez que me
penetra a mí, cada vez más de vez en cuando. Como si yo pudiera olvidar las
gafas de pasta y la calvicie, clave indicio de madurez y futuro éxito
literario, que me lanzaron críticas constructivas, hasta frenarme, frenarme y
no lamentar que un disco de plástico con media vida escrita se fuera, como yo
cada vez menos de vez en cuando, al rincón barato donde huele a letras de
fábrica y bestseller fordista. Y aún así, aquí estamos, porque podría pero no,
refugiarme en a escritura y prueba de ello que me visita, la puta aquélla,
menos veces y menos tiempo. Y todo para decir que si aquí estoy, mucho después
de los quince, cuando la falacia es legal y el victimismo una gran fuente de
justificación y deseo, y atracción, y todo lo que suene a centro dramático
norteamericano, es porque, y eso sí que puedo, trasladar admiración,
conversación y encuentros fuera de lo corpóreo, de las personas a las ciudades.
Me veían venir, pero estoy mucho más por encima de la punta de iceberg que
creen avistar, infelices espectadores. Las ciudades me leen el alma, se acoplan
a mí y deciden llover o solearme, sonreírme, como si yo fuera a través de
ellas, dios o una manifestación de lo más puro. Como si ellas, fueran más
capaces que yo de hacerme comprender, ellas, que tienen más conversación y a
las que he amado, y a las que he llorado, mucho más que a muchos. Sangre, que
biengasto en abrazarte, porque a nadie como a ti, y tú a nadie como a mí. Que
nos acaricie en sus siglos el viento, y si a la escritura vuelvo, que me leas
tú.
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