Lo que queda por vivir

Cómo podría haberlo sabido. Se reafirma con la cabeza entre las manos, sentada en aquellos escalones, no muy lejos del dolor. Y tampoco en el tiempo, acaba de pasar, aunque parezca que han sido años. O al menos meses, sin contar cuántos. Estaba ahí, siempre había estado, pero por más que repasara las piezas no acaban de encajar. Porque en los puzzles de la realidad no hay lugar para la inocencia.

No lo sospechó al tocar el timbre. Aunque antes pensara que aparecer allí por sorpresa no era su costumbre. Ni tampoco cuando le escuchó reírse, cada vez más cerca. Cuando vuelve allí para volver a vivirlo, para intentar entenderlo, aunque sepa que pasarán miles de segundos antes de encontrar el abismo, que se irá haciendo más grande, por el que se coló todo el respeto, vuelve a derramarse. Porque tampoco sospechó cuando abrió la puerta. Y no le importa llorar por quien no merece ni un kilómetro de velocidad del viento, porque sabe que llora para hidratar las heridas, y que ahora tiene que darse el capricho hasta tocar el fondo de ese abismo al que aún no logra asomarse.

Avanzó por el pasillo sin reparar en nada. Como un torbellino, como siempre. Y no sospechó del silencio que explica lo que las palabras no pueden. Simplemente avanzó. Aunque sí le miró después de rozar la manilla de la puerta, y la empujó hacia abajo. No podrá olvidar en miles de segundos aquel movimiento. Y entonces lo vio todo. Todo el desnudo, todas las sábanas, todas las risas. Y echó a correr hasta estas escaleras. Sin decir nada, porque el silencio expresa todo lo que las palabras no pueden.

Y desde entonces hasta ahora, aunque sólo sean algunos de los miles de segundos que tendrán que pasar, repasa las piezas del puzzle que no encaja. Y no encuentra el estrecho abismo por el que se coló todo el amor, todo este tiempo. Y se da ventaja, para que las lágrimas hidraten las heridas hasta que se atormenten en un río que encuentre el dónde. No le da miedo el dolor, él no le duele. No lo merece. Pero le da miedo lo que consiga, la realidad que termine por encajar todas las piezas del puzzle. Le da miedo no volver a empezar con otras piezas que tampoco encajen. Bendecir por encima de todo, el tiempo que desperdició en quedarse allí, sólo a unos metros de esa escalera, al otro lado de la manilla que ahora protege otro desnudo.  Adorar los suelos de otros lugares, lejos de allí, que no pisó por repasar cada día la distancia que separa esa escalera de todas las risas. Miedo, a encajar en un puzzle, en una realidad. Como todas las demás.

Porque lo mágico es que en los puzzles de la realidad, no haya lugar para la inocencia.

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