Necesitaba escribir todo ese dolor. Contárselo al papel. Ni
vientos, ni oídos. Al papel, que lo comprende todo, como el infinito.
Que le hubiera querido casi más que a nada, si hubiera
sabido quién era. Si entre toda la multitud, hubiera sido capaz de reconocer
una anilla verde, un tatuaje de sol, un gesto acompañado de humo.
Si hubiera sabido quién era, le hubiera dedicado una parte
de su espacio cada día, un pedacito de un tiempo efímero pero eterno, un lugar
minúsculo en el que hubiera sabido que caben más historias de los números que
se pueden contar. De haber sabido quién era, poco habrían importado todos los
kilómetros que separan sus sueños de la realidad, si caben en una línea tan
delgada como los labios que hubieran sabido sonreír cuando es preciso, y llorar
de tanto en cuanto.
Pero para saber quién era, hacía falta mucho más que dos
palabras, o poco más. O ni siquiera eso. Las palabras no sirven para nada.
Hacían falta fresas salvajes, un sol que no brilla cuando ella no está, amor,
al fin y al cabo. Amor. Sin tragedias ni épicas, un amor de verdad que
atraviesa y acompaña, eso, un compañero.
Un maldito compañero. Que no era tan difícil. Que poco
importan los lugares si con abrazos se curan todos los males. Ni siquiera el
mar. Un espacio pequeño, casi como el corazón de pequeño, donde caben todas las
alegrías y casi todas las tristezas, donde el alma trasciende a todo lo que
puede escribirse y alzarse en voz. Donde un compañero despierta y respira
fuerte, para convencerse de que ahí está, en un espacio minúsculo, más que
suficiente, donde caben todos los sueños que nadie alcanza, donde uno se da
cuenta de que no hace falta más, no necesita más. No hubiera necesitado más que
un compañero. Sincero, fiel, y eterno.
Capaz de entender todas las filosofías que corren por sus
venas y que son tan sólo una. Que el amor debiera ser siempre, siempre,
siempre, la única respuesta.
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