Llover

Podría llorarse encima, en la cama tan blanca como grande, tan decimonónica como cuando la compró. Podría, y capaz es, o era, de montar el espectáculo que sólo la ira acumulada le permite y explotar, para llorarse encima. Pero no. Mejor. Agarrarse con una mano el corazón y con la otra la barbilla para no arrancárselo. Y abandonarse al placer de llorar sin esfuerzos, sin muecas de bebé, ni gritos de padre desolado. La dulzura de dejar, sobre la cama, tan grande como blanca, deslizarse las lágrimas más saladas que el mar. Sin compadecerse. Sin el abrazo que todos dan para cortar la hemorragia. Como si llorar fuera, fíjense, dramático y triste. Desesperante. Una lágrima por la soledad del alma. Y otra por la felicidad. Una, por el tiempo que jamás recuperaré, otra por tus muslos, que me dejan llorar. Una lágrima por cada muerte que no sale en los periódicos, otra por cada tonto que se enchufa a la televisión. Una lágrima por las pieles que no tocaré, los suelos que no pisaré. Otra por las miradas que se han quedado vagando entre la barbilla y el corazón y que no olvido. Una lágrima por cada trozo de chocolate, por los héroes de todas las infancias, por las generaciones inocentes que explotaron con la libertad. Otra por los noventa. Una lágrima porque coño, la vida es bella, y corta. Y las lágrimas, serenas se deslizan para mojar el colchón, inmenso y blanco. Y los muslos le han dejado agarrarse el corazón y la barbilla, buscar dentro. Frenar. Pensar un poco. Llorar, que nunca es malo, las decepciones, y los actos altruistas. Por el abrazo que no me has dado para comprender que hay que llorar, que nunca es malo. Que no hay tragedia, ni necesito un oído, ni un pañuelo, ni amor. Que comprendas, que sí, que claro y que tú también, como yo. Que hay que ser muy valiente para no dejar de llorar.

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