Los que hablan, los que sienten

- Sigue hablando.

No tiene problemas para hacerlo. Mientras, ella enciende un cigarrillo y le mira. Tiene los cinco sentidos puestos en él. Le escucha. Es divertido y tierno al mismo tiempo. Le acaricia el pelo, rubio, dorado, rizado. Tiene un cuerpo griego, unos pies preciosos y las rodillas perfectas. Se le dibujan los músculos del muslo, hasta las caderas. Ni una cicatriz, los milímetros justos de hendidura en el ombligo. La mandíbula marcada, perfecta. Si no fuera porque han pasado dos mil años, juraría que es Adán, la perfección de Dios en la Tierra. Los dientes blancos, grandes, eternos. Las cejas. La nariz. Los labios llenos de carne, el tono de voz grave. Las venas de las manos, grandes para agarrarla de la cintura y estamparla contra la pared segundos antes de darle el último beso.

Se visten. Le acompaña hasta la puerta y se despiden.

- Sigue hablando.

No hay más planeta que el rectángulo de su cama. Todavía sudan. Le acaricia el pelo, castaño y corto y perfecto. Él fuma, ella le escucha como si sólo existiera su voz dulce. Su madre tenía un estanco donde además, vendía unas postales antiguas, en blanco y negro, que no se encontraban en ninguna otra tienda de la ciudad. Tiene una cicatriz en la rodilla después de años jugando al fútbol. Y los ojos verdes, inmensos como los ibones del Pirineo en otoño. Y vello en el ombligo, la nariz puntiaguda. Las manos de pianista que le colocan el pelo detrás de la oreja antes de darle el último beso.

Se visten. Le acompaña hasta la puerta, con el pelo detrás de la oreja y se despiden.

Hablan. Y mientras no hay más mundo.

- Sigue hablando.

Vive dentro de su vida en este instante. Los hombros cuadrados, las tibias curvas. Y los labios brillantes, perfectos, con los dientes un poco descolocados. Es como un niño, travieso y con algunas malas ideas. Los ojos marrones y la respiración calmada. Tiene las orejas pequeñas, como la nariz. Ha viajado por todo el mundo y vive dentro de una mochila con pegatinas de todos los aeropuertos. Ella le escucha y viaja con él a los rincones que relata. Los codos deshidratados y los brazos fuertes. Con el índice le acaricia la nariz antes de darle el último beso.

Se visten. Le acompaña hasta la puerta y se despiden.

Es perfecto. O lo sería si más allá del rato en el que hablan, ella fuera capaz de sentir algo.

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