Lejos de la acera

Nos unían las manos. La vida está llena de obviedades y frases hechas. Pero lejos de las aceras eran reales. Recuerdo su mano en la mía y mis ganas de llorar. No levantaba dos palmos del suelo. Pero no me sentí sucia. Yo no le necesitaba y él a mí tampoco. Pero hubiera sido muy difícil soportarlo todo sin él. Y tampoco creo que su vida volviera a ser igual.

No sé hasta dónde llega el impacto. Cómo, en una vida tan pequeña, podrá perdurar la mía. No necesitaba mirarme, pero yo sí le miraba. Tal vez pensó que yo venía de otro planeta y en cierta manera, era así. Pero él era real, copón, lo más real que he tocado desde que mi humanidad dejó de crearlo todo con las manos. No recuerdo su voz, seguramente todavía no ha hablado. Pero sus manos sí, sus manos insignificantes dicen más que los periódicos de los últimos cuarenta años.

Nadie paga por leer vida. Pero yo hubiera dado la mía por quedarme a su lado. Y a la vez, me bastaba con tres minutos. Me dio la mano y ya está. No tenía ni hambre, ni sed, ni soledad. No le hacía falta yo y él a mí, tampoco me hacía falta. Pero me hubiera seguido hasta el final del mundo, hasta el final del pueblo, sin mirarme. La confianza es ciega y la inocencia no entiende que exista otra forma de vivir. Estaba allí, sólo por darme la mano. Porque sí, porque la vida es para darse la mano. Y ya está.

No necesitaba filosofía. No hay más explicación. La vida es obvia. Es real, la vida se toca, se mira, se huele y sólo después, se siente. No necesitaba conocerme para venir hasta el fin del mundo. No necesitaba que nadie le dijera si aquello estaba bien o estaba mal. No estaba ni bien ni mal. La vida es darse la mano y punto final.

Porque no hay otra. O volvemos a ser reales o moriremos por falta de éxito. Él sobrevivirá. Probará pocas cosas y no sabrá qué es el hambre. No saldrá nunca de allí y no sabrá qué es la opresión. Dará la mano a otros pero nunca será infiel. Y me querrá como me quiso porque sus manos son así. No tienen fin, ni aspiran a nada. Porque cuando se es tan libre no hace falta nada más. Porque aquel ser humano tan pequeño era el hombre más libre del planeta. Y me hizo tan libre que ni siquiera lo fui para ir donde tenía que ir. Ni era preciso que yo fuera en ese avión. No tenía que ir a ninguna parte. Nunca fui a ninguna parte.

Él me enseñó que todo lo que sé no vale nada. Que sólo vale ser libre. Que en el lugar del mundo más lejano de cualquier acera no necesito cruzar, porque no hay cruces. 

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