Está sentado aquí, a mi lado. No dice nada sobre mi forma de escribir. No parece importarle que haya bastantes cosas por delante de él. A mí hasta me parecen demasiadas. Está ahí, sin preguntar cuándo fue la última vez que se me ocurrió limpiar mi espacio. No parecen sorprenderle las paredes a medio decorar, las puertas del armario abiertas o las montañas de periódicos. Tampoco le molesta el despertador sonando cada cinco minutos, las patadas de esta noche, mi indignación con la televisión. Que pida otra, que no deje nada en el plato, el sonido del secador.

Yo le miro y no lo entiendo. Cómo espera paciente su turno, cómo mira las paredes. No cierra las puertas del armario. Busca en los periódicos y lee boca arriba. Retrasa su despertador cinco minutos más. Y luego otros cinco. Me devuelve las patadas y me contesta como si fuera la televisión. No ha prometido dejarme terminar mis platos. La guerra, con mis enredones, la libra secador en mano. Y yo le miro y no lo entiendo. Pero creo que voy a quedarme aquí sentada, a su lado.

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