El bosque

Hay un bosque que los años han dejado crecer con escasa vigilancia, decidiendo mil y una veces que era mejor así y otras mil y una que no. Con ramas cual sarmiento, rodeando no sé muy bien qué y protegiéndolo.

No te he hablado nunca del bosque.

No sé hablar de él. Supongo que hace años que lo ignoro, porque la última vez que estuve en él, las ramas crecían a la velocidad de la luz, como si quisieran tapar todas las vistas a Berlín Oeste.

Con lo difícil que es vivir. Con lo difícil que era.

No sé cuánto tiempo había pasado esperando encontrarme contigo debajo de las hojas del plátano, en uno de esos bancos incómodos que quieren hacerte la existencia imposible. Y hacerte poesía. Plantarte una bandera y jugar a recorrer con los dedos el espacio en el que vivo. Y nada más.

Reducir la vida al tacto de las líneas dactilares sobre tus lunares. Medir en el espectro cromático hasta dónde llegan sus colores. Respirarte. Aprender a vivir sólo con tu aire nunca me ha parecido tan fácil. Coger impulso en tus rodillas y elegir dónde somos siempre jóvenes. Y de un soplido, estallarnos en confeti.

Convertida en plásticos de colores me he armado de fiesta suficiente como para empujar los escombros del muro y volver al bosque, esperando encontrar las ruinas que la memoria hubiera conservado con sus ramas.

Lejos de esqueletos, las hojas suavizan un sol de justicia y de domingo. Hace tiempo, hasta me atrevería a decir cuándo, alguien aquí dentro ha decidido mil y una veces -sólo- cómo deben crecer las ramas y lo hacen igual. Me atrevería a reconocerme en las líneas que trazan. Hasta la primavera alemana y la bicicleta preparada para darme vueltas en tándem, me suenan de sueños.

No te necesito. No necesito vivir en tu aire.

Porque, francamente, tampoco necesito aire.

Me sobran pulmones para el resto de Berlín. Tengo un bosque sin vigilantes, tejido de ramas fuertes, de plátanos que nos hacen sombra en un domingo de justicia. Tengo todo el arcoiris de tus lunares y tus rodillas. Y sin tenerte, también a ti. 

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