Que pasen los años

Por más que la mira, no reconoce en ella a su amante. Su compañera de viaje y de cama. Ya no está. Se ha escondido detrás de las ondas, detrás de unos pantalones de estampado árabe, que en su opinión no hacen justicia a la tensión que transmitían los temblores de sus muslos cuando reventaba el suelo a taconazos. Aunque las uñas de sus pies, pintadas de rojo, le devuelven parte del fuego que ya no arde. Y es cierto que en el ambiente la inspiración ya no huele a musa, pero el verde sigue siendo su color favorito, la camiseta, el bolso, el collar. Esa manía persecutoria por llevar un color al menos, dos veces. Y algún entresijo queda, remoto, tranquilo, en la mirada que aún no sabe si quiere reír o llorar. O lo inoportuno del piropo cuando llega el camarero.
- Estás imposiblemente guapa.
- Para mí un café con leche y con hielo, por favor.
Le dedica la mejor de sus sonrisas. Siempre fue muy amable con los trabajadores de su ocio, como si ya fuera mayor y ya hubiera alcanzado la clase alta desde la que miran las carreras brillantes que empezaron fregando suelos. Pero ella aún está empezando, no hace mucho que soñaba con que sus amigos escucharan su voz en alguna radio seria, de esas que los hijos empiezan a escuchar cuando maduran, y sintonizan a sus padres.
- Bueno, son los únicos que creen a pies juntillas todas mis crónicas. Si pienso en ellos delante del micrófono, ya no estoy nerviosa, ya estoy hablando delante de un café con leche y con hielo en algún bar como éste, y ya no parece tan importante.
Porque ya no es importante. Porque ya no está. Pero se ríe igual que cuando yo le decía que la escucharía.
- Siempre tuviste una voz muy radiofónica.
- Eso dicen.
- Lo haces muy bien.
Debería decírselo. Que todavía tiene dedos de pianista cuando agarra el vaso y bebe café con leche y con hielo. Aunque acabara vendiéndolo para comprarse una mesa de sonido, un micrófono y un ordenador de ésos que sólo sirven para trabajar. Ya no está.
- Voy a estar unos días en Madrid, por si quieres tomarte otro café con leche y con hielo conmigo.
- Tengo que irme. No sé, no sé si tendré tiempo. Estoy liada.
Y además no está. Mira la hora en el móvil y lo guarda en el bolso. Verde. Se levanta, sonríe ya de medio labio, y aunque ya no lleve tacones el suelo se mueve, o ésa es la impresión. Un beso en la mejilla, uno, aunque siga poniendo la otra.
- Dime a qué hora puedo escucharte.
- No sabría decirte una en concreto, quién sabe cuándo hay que echar a correr hacia el estudio.
El otro medio labio sonríe. Se va. Ya no está. De vuelta al coche, busca su frecuencia, qué curiosa, frecuencia. Las radios serias suenan distintas, como a un montón de gente sujetando el cable que va desde la voz hasta cada oído. Como un hilo firme, sostenido, que nunca se corta. Pero hoy su voz suena a principiante. Se equivoca. Se está equivocando. Parece importante. Está. Lejos del café con leche y con hielo.

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