Creo en mí


Necesitaba que se lo recordaran, en el fondo era simplemente eso. Recuérdame que crees en mí. Que soy al menos una de las veinte fuerzas que mueven tu mundo. Simplemente eso. Así de fácil, o al menos, aparentemente fácil.
Era como convertirse en parte de algo, era como ser consciente de que uno vive porque existen el oxígeno y el agua, y que la independencia es en verdad una mentira mucho más grave que cualquier otra, porque nadie lo sabe. Que alguien le recordara que creía en ella, o en mí, eso es lo de menos. Le daba vida, le insuflaba las bocanadas suficientes como para recordar cómo se respiraba. Eso no era exactamente perfecto, nunca he creído que lo fuera, pero como la independencia es mentira y tengo, o ella tiene, el privilegio de conocer la máxima, podía permitírselo.
Osea que para cualquier mente delante de mí o de ella éramos uno de esos seres dependientes que tiran del amor como los parapléjicos tiran de silla de ruedas. Éramos una niña, uno de esos seres incordio que están siempre por el medio y no saben hacer nada solos. O aún peor, para el inmenso tanto por ciento, hijo del capitalismo y el amor propio, éramos alguien que no se quería.
Pero me daba igual, a estas alturas ya tengo muy claro que lo más importante son los demás. Me quiero demasiado como para exigirme aprovechar todas las oportunidades y ser la primera en todo, la mejor.
Sólo había que recordárselo. Y por supuesto, sólo existe un número determinado de personas capaces de ello. Algunas estaban usadas, del día a día, de las ocasiones en que ella se rompía como una copa de cristal bohemio (en manos de individuo ebrio). Y había una, una persona que probablemente la hubiera desterrado desde la complicidad de los amantes que ya es casi mentira, hasta el estúpido terreno del “¿Cómo te va todo?”. Pero en esa pregunta, en esa conversación absurda en la que a todos todo le va estupendamente bien, y están de puta madre, hay, detrás, al fondo, a la izquierda, dos sonrisas que acaban de conectar, acaban de follarse la una a la otra de la manera más salvaje, se están abrazando, se besan y se dicen lo muchísimo que se han echado de menos todos estos meses, y sólo después, cuando todo lo estupendamente genial termine de salir de sus estúpidas y estupendas voces, esas dos sonrisas se reirán hasta que los ojos se vuelvan casi cómplices. Pero justo antes de eso, en el espacio que separa la risa del beso real, esas dos personas se separan. Y era sólo esa persona la que podía devolverle la creencia en sí misma.
Así que a las cuatro de la mañana, antes de que se vistan los que ponen las calles, ella, yo, me levanté y llegué al maldito aeropuerto. A ella siempre le ha encantado maldecir todo, pero ama, adora, venera los jodidos aeropuertos. Le encantan. Maletas que van de una parte a otra, personas que se separan casi para siempre, o que se reencuentran después de años. Y ese sentimiento, la sensación imperceptible y también imperturbable de estar en tierra de nadie.
Aterrizó a las 7,30. La humedad. Pensé “mierda, la humedad de los cojones”. Y me sorprendí, porque yo no pensaba eso, yo no era esa persona, yo sólo maldigo los lugares cuando el lugar es Madrid, cuando está seco o hace demasiado frío. Me corregí, bendita humedad. Y aún transcurrieron días de preparativos, como en las bodas, días de ron, playa, siesta, televisión con series de hace siglos y régimen semi involuntario. Días para preparar el maldito corazón. Pero dio igual, ella empezó a ponerse nerviosa la noche que contactó con la persona, y no podía dormir. Me tembló el corazón, pude notar cómo rebotaba hasta situarse entre las paredes de mi cabeza y dirigirse a todo mi cuerpo desde allí. Empezó a temblar y así estuvo hasta el primer “¿cómo va todo?”. Después su sonrisa, encontró al fondo, a la izquierda, la suya, e hizo el amor con ella. Metió la lengua y la mano, recorrió cada parte que aún existía intacta después de un par de años, debajo de la ropa que veía su voz. Y le abrazó, le abrazó tan fuerte que no podía romperse, que allí estaba a salvo, tan fuerte que estaba más dentro que fuera de él. Y cuando la sonrisa empezó a reírse, a estallar de verdad, cuando la sonrisa empezó a ser consciente de que ese sueño podía ser real y fue en busca de sus ojos para que ellos también se burlaran del “¿cómo va eso?” y decidieran cumplir lo deseado, llegó la cuenta, recoger el coche, y te llevo donde te están esperando, que yo también tengo que irme.
Iba a quedarse sin aire. Porque sí había recordado que él creía en ella, que en el fondo, muy en el fondo, un fondo más allá del que hay a la izquierda, ella era todavía una de las doscientas fuerzas que movían su mundo. Pero no el tiempo suficiente, era la fuerza sí, pero no se lo había recordado el tiempo suficiente como para ser independiente el tiempo más que necesario.

Y así decidió volver a buscarla. La Plaza Redonda. La había buscado varias veces, con personas diferentes. Pero la maldita Plaza Redonda estaba siempre escondida, joder. Casi desistió. A las dos horas casi desistió. Pero preguntó por última vez, y detrás de callejones invadidos injustamente por andamios allí estaba. La Maldita Plaza Redonda, tan pequeña, tan redonda, y mucho más preciosa de lo que le hubiera dado por imaginar. Así que al salir, y volver a casa con la sonrisa que únicamente da la realización, empezó a distinguir entre sus oídos externos e internos una voz. Esa voz, a las diez de la noche, se convirtió en Luz Casal. Pero no se lo decía Luz, era ella misma, era la misma voz que había maldecido la humedad al bajar del avión. Ella misma dependiendo de sí misma insuflándose la vida que le hacía falta para creer en ella misma. Y eso no era amor a sí misma, era poner a los demás siempre por delante. Y seguir el rumbo.

Creo en mí, cada mañana, aunque a veces yo, no crea nada.

Comentarios

Alberto ha dicho que…
Llevaba tiempo sin pasarme por aquí. Me han encantado! Tanto este como el anterior!
Entrespinos ha dicho que…
Jolín... yo que tenía el día sensible hoy, ahora imagínate :D